La vorágine en la selva de cemento
La vorágine en la selva de cemento
Desde el balcón veo un gran laurel. A ciertas horas del día, una ardilla lo atraviesa a toda velocidad y los pájaros, de muchos colores, sobrevuelan de una rama a otra, cantan, como saludando a otros que se van encontrando. El viento lo mueve y se despierta un sonido que opaca las alarmas de los carros que están parqueados debajo.
Me detengo en él y recuerdo los laureles que custodian el Teatro Pablo Tobón Uribe y los que hay cerca de la Biblioteca La Aldea en Itagüí. Recorrer los territorios mirando hacia arriba, observando las copas de los árboles, y hacia abajo siendo conscientes de la tierra a veces seca, con solo tres flores color lila luchando por sobrevivir, es una experiencia alegre y triste; recorrerlos como expedicionarios que miran con otros ojos los caminos cotidianos es una invitación siempre abierta, pero que en este Mes del Idioma, de la mano de una obra centenaria, La vorágine, se torna más seductora.
Guayacanes amarillos, árboles del alcanfor, laureles, tulipanes africanos, ceibas, un orgullo de la India, azareros y cascos de vaca van apareciendo entre andenes, parques y calles. Lo que ocurre con la selva de La vorágine es que va entrando por los poros de los personajes permeándolos por momentos, llenándolos de furia, de bochorno y de los monstruos que la habitan. Lo que ocurre con la selva de cemento de esta caminata desde La Aldea es que también plantea desafíos, vapor sofocante y árboles como esqueletos que recuerdan que el hombre es monstruo cuando absorbe del suelo, sin miedo a las consecuencias, todo lo que necesita.
En la selva de la novela, las huellas de quienes trabajan esclavizados, de la tala, de los animales, de la muerte van quedando como registro de una historia que ocurrió, que sigue ocurriendo. En la selva de cemento las pisadas no siempre se adivinan; hay grafitis que narran sucesos, avisos que comunican realidades, negocios y casas de puertas abiertas que dejan ver una parte de la realidad, peldaños coloridos que se escalan para detallar el barrio desde lo más alto.
El laurel que me acompaña en esta escritura danza suave y suena como si lloviera. Una escoba rastrilla lo que ha caído (el sonido detrás del sonido). Un motor acelera en una calle lejana y un perro ladra sin fuerza. El aroma de la hojarasca llega hasta el balcón de ladrillos naranjas. Rodeado de ciudad gana el olor a naturaleza. Pienso en las historias que viven en los árboles, en las que atraviesan el territorio y, sobre todo, en las de La vorágine que originaron este texto, que no se terminan ni siquiera al cerrar el libro.