La vorágine en la selva de cemento

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La vorágine en la selva de cemento

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Desde el balcón veo un gran laurel. A ciertas horas del día, una ardilla lo atraviesa a toda velocidad y los pájaros, de muchos colores, sobrevuelan de una rama a otra, cantan, como saludando a otros que se van encontrando. El viento lo mueve y se despierta un sonido que opaca las alarmas de los carros que están parqueados debajo.

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Me detengo en él y recuerdo los laureles que custodian el Teatro Pablo Tobón Uribe y los que hay cerca de la Biblioteca La Aldea en Itagüí. Recorrer los territorios mirando hacia arriba, observando las copas de los árboles, y hacia abajo siendo conscientes de la tierra a veces seca, con solo tres flores color lila luchando por sobrevivir, es una experiencia alegre y triste; recorrerlos como expedicionarios que miran con otros ojos los caminos cotidianos es una invitación siempre abierta, pero que en este Mes del Idioma, de la mano de una obra centenaria, La vorágine, se torna más seductora.

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Entre la Biblioteca Héctor González Mejía, del Club Comfenalco La Playa, y el parque de Boston hay ceibas, cauchos, palmeras, gualandays, guayacanes, yarumos, urapanes… Algunos nativos, otros de especies introducidas, que nos narran una historia de movimientos, de usos del suelo, de migraciones, de lo que permanece en medio de las transformaciones. Seguir su ruta es descubrir otro Centro, el de romper el hábito de mirar lo mismo, de caminar grietas repetidas.
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Lo mismo ocurre cuando probamos otro itinerario, el de la Biblioteca La Aldea rumbo a Las Acacias, en Itagüí. Una travesía urbana para contemplar el paisaje y hacer visible la naturaleza que los ojos acelerados omiten; para entender la geografía del barrio desde las ramas que guardan mangos, plátanos y flores; como una posibilidad para entender que así como los árboles crecen en un lugar porque alguien los sembró o sus semillas viajaron hasta posarse justo en ese pedazo de tierra, las calles se pueblan porque las personas llegan buscando un hogar, un trabajo o el cobijo de lo familiar.
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Guayacanes amarillos, árboles del alcanfor, laureles, tulipanes africanos, ceibas, un orgullo de la India, azareros y cascos de vaca van apareciendo entre andenes, parques y calles. Lo que ocurre con la selva de La vorágine es que va entrando por los poros de los personajes permeándolos por momentos, llenándolos de furia, de bochorno y de los monstruos que la habitan. Lo que ocurre con la selva de cemento de esta caminata desde La Aldea es que también plantea desafíos, vapor sofocante y árboles como esqueletos que recuerdan que el hombre es monstruo cuando absorbe del suelo, sin miedo a las consecuencias, todo lo que necesita.

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En la quebrada Doña María, rumbo al Parque del Artista, el agua marca una ruta, como en la selva de Clemente Silva, aquel personaje de La vorágine que cuenta el drama, en todos los sentidos, de los caucheros. Se escucha el agua y se observan las plantas que se resisten a desaparecer en las paredes canalizadas. Afuera, las arterias son las vías. ¿A qué suena la calle? ¿Cómo se escucha la selva de ladrillos? ¿Qué cantos surgen del árbol? Y más allá de los sonidos obvios, si se presta más atención, ¿qué se oye detrás?

En la selva de la novela, las huellas de quienes trabajan esclavizados, de la tala, de los animales, de la muerte van quedando como registro de una historia que ocurrió, que sigue ocurriendo. En la selva de cemento las pisadas no siempre se adivinan; hay grafitis que narran sucesos, avisos que comunican realidades, negocios y casas de puertas abiertas que dejan ver una parte de la realidad, peldaños coloridos que se escalan para detallar el barrio desde lo más alto.

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El laurel que me acompaña en esta escritura danza suave y suena como si lloviera. Una escoba rastrilla lo que ha caído (el sonido detrás del sonido). Un motor acelera en una calle lejana y un perro ladra sin fuerza. El aroma de la hojarasca llega hasta el balcón de ladrillos naranjas. Rodeado de ciudad gana el olor a naturaleza. Pienso en las historias que viven en los árboles, en las que atraviesan el territorio y, sobre todo, en las de La vorágine que originaron este texto, que no se terminan ni siquiera al cerrar el libro.

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